quarta-feira, 25 de junho de 2008

La última Europa

Ante la Knesset israelí, Nicolas Sarkozy apostó por un discurso sabio. En el cual resonaba la voz primordial de Jean-Paul Sartre. Quizá el único que, en una Francia arrebatada por el milenarismo loco que siguió al 68, mantuvo firme esta apuesta moral: que la destrucción de Israel era la aniquilación de todo cuanto dio Europa a la historia de los hombres: la pasión por la libertad. Que si Israel caía, era la libertad la que hacía su final salida de nuestra escena.

Los discursos más importantes de Sarkozy -el de Letrán es el canon- preservan un tono clásico que me hace siempre envidiar a los franceses. No es azar. Desde sus orígenes en el último decenio del siglo dieciocho, la República se asentó en Francia sobre una litúrgica devoción a los hombres de letras. En España fue exactamente lo contrario: por eso odio ese legendario 2 de mayo de 1808 que sentó las bases del bárbaro Fernando VII, de la bárbara corona española, de ese odio contra la inteligencia que repite hasta el último de nuestros políticos. Y, aun de la alucinación robespierriana que erigía a la Razón en deidad de Estado, acabó por gestarse algo hermoso, incluso en sus excesos. Condorcet lo formuló mejor que nadie, al exigir de la República el deber primero de formar, a cualquier precio, a los hombres de inteligencia más grandiosa, porque sólo de ellos puede un pueblo libre aguardar algo decente.

Lo que Sarkozy dice, nadie en Europa -ni aun el más inculto político español, ni aun el más perverso, que es lo mismo- podría ignorarlo. No, no es sólo que Israel sea la última fortaleza, tras cuyos muros un pueblo a punto de ser aniquilado por los europeos de la primera mitad del siglo veinte, el judío, halló las condiciones de sobrevivir y de construirse una de las dos o tres -dos o tres, digo- sociedades más democráticas, inteligentes y prósperas del mundo, en apenas medio siglo. No, no es eso sólo. Israel no salvó sólo al casi aniquilado pueblo judío en Europa. Salvó a Europa.

Durante medio siglo. Sigue salvándola, como única frontera -digo única- en la cual las armas son empuñadas con convicción frente al expansivo arrebato de la guerra santa musulmana. Porque no es sólo Israel lo que el Islam juzga territorio islámico -pues aquello que fue una vez de Alá no puede ya jamás dejar de serlo-; lo es igual toda España y un buen pedazo de Francia; lo demás, en Europa, va camino de serlo, debe serlo. Durante medio siglo, sólo Israel ha combatido por Europa. Lo que vale decir: sólo Israel ha sido Europa. Mientras nosotros, los del continente, agonizábamos sin ni siquiera saberlo: no sé si más cobardes o más perezosos; heridos de muerte, en todo caso.

«Shemá, Israel». No ya por ser aquel fogonazo moral que cifra la existencia ética del hombre moderno. No ya por la «Shoá», aniquilación que cargaremos para siempre los europeos sobre nuestra memoria. «Shemá, Israel». Escucha, Israel, a los pocos, a los casi inexistentes europeos que sabemos cómo sólo en la lucha por tu suelo queda algo de aquello que alguna vez nosotros anhelamos y que hemos olvidado: una tierra de hombres libres con las armas en la mano.

Gabriel Albiac
Catedrático de filosofía en la Universidad Complutense de Madrid

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