sexta-feira, 13 de junho de 2008

Nuestros momentos estelares

Los pueblos forjan su historia -el «misterioso taller de Dios» de Goethe- sobre ciertas fechas emblemáticas. Y así, Filadelfia conoce por fin, un 4 de julio de 1776, en su Independence Hall, las últimas revisiones del texto de la Declaración de Independencia de la pluma de Thomas Jefferson; una ciudad consciente, como reseñaría Benjamín Franklin, de la necesidad de permanecer todos unidos («hang together»): «Sí, tenemos que, de hecho, todos permanecer juntos, o casi con total certeza, todos vamos a colgar por separado». Un París convulsionado festeja la Toma de la Bastilla mal defendida por un incompetente Conde Launay, a las cinco y media de la tarde de un 14 de julio de 1789, y entreabre la puerta, con la liberación de sus siete reclusos, a una época más allá de los estertores del Ancien Régime: Liberté, Égalité y Fraternité serán sus divisas callejeras. Italia, por fin, un 17 de marzo de 1861, de la mano del Conde Camillo Benso di Cavour, inteligentísimo ministro de Víctor Manuel II, inicia su unificación como Estado-nación. Il Risorgimento extiende sus fronteras a los territorios de la península itálica y de las Dos Sicilias. ¡Ya sólo queda el asalto a Roma, un 20 de septiembre de 1870, con la participación de las camisas rojas de Giuseppe Garibaldi!

Nuestro pueblo también señaló en su calendario algunas fechas definitorias de su historia y de su devenir. Incluso predeterminó la toma de conciencia de otros pueblos: los asentados en la América española. Sirvan, por todas ellas, las de 1808, 1810, 1812 y 1978. Son, haciendo una metáfora de la obra de Stefen Zweig -Sternstunden der Menschheit- nuestros «momentos estelares». Una cadena de eslabones, es cierto, en ocasiones desvencijados, y hasta quebrantados -¡qué historia no los conoce! Incluso en momentos desgraciados no sirvieron para unirnos, ¡sino que fueron utilizados sangrientamente para imponernos unos sobre los otros! Pero aún así, muchos de ellos, todavía perennes, nos empujarán al tempo de esta España constitucional.

En efecto, el 2 de mayo de 1808, un reducido número de españoles sencillos -inicialmente no más de tres mil- se enfrentan a las tropas del mariscal Murat. Es el pueblo llano -«las clases inferiores, decía Martínez de la Rosa, de la sociedad»- quien, ante la pasividad de sus representantes políticos, la inoperancia del ejército y la indiferencia de la Iglesia, se alza -como en la Francia de 1792- en armas. Surge así la noción de la Nación española como Estado-Nación por más que España ya existiera, evidentemente, como entidad histórica y política desde hacía siglos.
¡Por ello, precisamente, por preexistir, puede primero, y decidir después, levantarse contra el invasor! Un pueblo que paulatinamente toma conciencia de sí mismo y decide erigirse en protagonista principal, directo y sin intermediarios de su rabioso presente y de su expectante futuro. Que anhela diseñar por sí mismo su ser y su destino. Aunque todavía no lo sabe, ¡pero qué importa entonces!, el pueblo español defiende su libertad, lucha por su integridad territorial, rechaza los antiguos privilegios -mientras invoca la unidad, la igualdad y la solidaridad-, y reclama la titularidad de la soberanía. Un fogonazo que se extiende por La Coruña, Cádiz, Zaragoza, Tarragona, Barcelona, etc. El bando de Andrés Torrejón -redactado por Juan Pérez Villamil- en anuencia con el también regidor Simón Hernández, recorre ya las ciudades y villas.
¡Qué lastima que no nos invadan las ideas de la Razón, la Ilustración y la Enciclopedia de la Francia revolucionaria, sino la esclavizante fusilería de su mercenaria soldadesca! Es frente a ellos ante quienes se enfrenta con coraje un pueblo digno y orgulloso. Nada mejor para adentrarnos en dichos momentos estelares que los Episodios Nacionales del cronista Benito Pérez Galdós o las obras -La carga de los mamelucos, Los fusilamientos del tres de mayo o Los Desastres de la Guerra- del reportero gráfico Francisco de Goya y Lucientes.

Unas ideas que cuajarían, casi cuatro años más tarde, un 19 de marzo de 1812, en la Constitución de Cádiz. ¡Nuestra Pepa, ensalzada por nuestro pintor aragonés en su Alegoría de la Constitución de 1812! La primera de nuestras Constituciones. Una Ley de Leyes que nos adentra en la modernidad -¡el Rey de Nápoles tiene que jurarla en 1820!- y que nos sitúa, desde el recuerdo a los constituyentes de la Isla de León, en la avanzada del constitucionalismo liberal y democrático.
En ella se plasman la triada mágica de nuestro mejor pensamiento político. Primero, la conformación de la Nación: «La Nación española -dice su artículo 1- es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios». Su consecuencia será la afirmación del principio de la soberanía nacional, pues es esta Nación española la que, representada por sus Cortes Generales y extraordinarias, se da a sí misma la Constitución. Una soberanía residenciada en una Nación -libre e independiente y (que) no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona» (artículo 2). Segundo, el reconocimiento del principio de separación de poderes. ¡Aquí sí se acogen las ideas de la Francia revolucionaria! Nuestro constituyente entiende, como exclamaba hacía veintitrés años el artículo 16 de la Declaración Francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, y aún dos antes la Constitución norteamericana de 1787, que toda sociedad en la que no se consagran los derechos fundamentales, ni el principio de separación de poderes, carece de Constitución. Una obra del decidir libre de la Nación: «pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales» (artículo 3). Y, tercero, la asunción de otro concepto de representación. Los diputados ya no representan, como en el Antiguo Régimen, a sus impermeables estamentos -nobleza, clero y burguesía- sino a la Nación en su conjunto en un nuevo modelo de organización territorial: «Las Cortes son la reunión de todos los ciudadanos que representan a la Nación» (artículo 27).

Pero hay otra fecha vinculada a nuestra historia y que nos lleva más allá de las tierras de la península ibérica. Son los años que arrancan con el 19 de abril de 1810 -fecha de la deposición de Vicente de Emparan por el cabildo de Caracas- vinculados al proceso de Independencia de la América española. En julio de 1811 Venezuela proclama su independencia. México escucha «el grito de Dolores» del cura Manuel Hidalgo un 16 de septiembre de 1810... Una América que participa así en la elaboración de la Constitución de Cádiz, y que respalda inicialmente «la santa insurrección española» de 1808, pero que reclama pronto su derecho soberano a construir su destino.

Unos principios y valores acogidos hoy en nuestro actual precipitado político-jurídico: la Constitución de 1978. Una Constitución de todos y para todos los españoles, únicos titulares de su soberanía que, sobre una Monarquía parlamentaria, vertebran un Estado social y democrático de Derecho que propugna como ideas fuerza la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político (artículo 1.1). Una Nación, la española, única, pero consciente de su diversidad, con relaciones de especial colaboración con las Naciones de la Comunidad Iberoamericana. ¡Nada le habría agradado más al pintor de Fuendetodos que poder situaral pie de nuestra España constitucional, y no en la estampa cuarenta y cuatro de Los Desastres de la Guerra, la leyenda de «Yo lo vi»! A nosotros la historia, como en el poema de García Lorca de María Pineda, sí nos ha dado la oportunidad de hacerlo: «Por ti la libertad suspirada por todos/pisará tierra dura con anchos pies de plata». Este es el merecido recuerdo y su ganada grandeza.

Pedro González-Trevijano
Rector de la Universidad Rey Juan Carlos

Nenhum comentário:

 
Locations of visitors to this page