Debo confesar hoy aquí que, por primera vez desde que atravesé los borrosos confines de mi militancia política juvenil en el idolatrado y proletario territorio del barrio de Santuchu en el «bocho» noroccidental -escaleras de Iturribide arriba, a tiro de piedra de la Basílica de Begoña-, he sentido durante estos últimos días un perfecto y malsano aprecio por unas palabras del gran sátrapa del Caribe, el dictador criminal favorito de nuestros estadistas demócratas, Fidel Castro. ¡Da gusto su contundencia! Su aplomo emociona y convierte a sus enemigos en gusanos, ese concepto del discrepante tan injusto para con los compatriotas que son sus enemigos, pero a veces tan oportuno cuando se refiere a los dirigentes del mundo libre. Nuestro comandante nos ha hecho llegar una misiva desde el más laico, chulo y antillano de los «más allá», en la que se mofa de las democracias occidentales europeas y muestra su «desprecio por la enorme hipocresía» que supone, dice él, el levantamiento por parte de la Unión Europea de las mínimas sanciones impuestas en su día contra Cuba. Fueron impuestas por la brutal represión de la disidencia y la violación sistemática de los derechos humanos. Han sido suspendidas por la militante obsequiosidad del Gobierno Zapatero hacia la dictadura que, con un celo digno de mejor causa, no ha cejado hasta hacer creer a los otros 26 miembros de la UE la obvia falsedad de que el régimen cubano se está liberalizando. No da las gracias por estos favores mi comandante. Considera que la humillación de las democracias es mérito propio. Lo cierto es que muchos le han ayudado.
Estoy con el comandante de mi juventud. Está muy enfermo, el compañero Fidel. Mortalmente enfermo. Ha sido siempre, pese a su vitalidad animal, un ser decrépito porque nadie sano puede soportar tanto sufrimiento ajeno y masivo durante cinco décadas cuando está en su mano evitarlo. Pero mantiene el instinto de supervivencia más intacto que la suma de todos nuestros electos, selectos y perfectos líderes democráticos europeos que han decidido que el comandante merece el mismo respeto que ellos. Stalin, Hitler, Pol Pot, Videla en sus tiempos más infames, Franco en su peor fanatismo, Pinochet a veces, Mao Tse Tung algo más, Milosevic de vez en cuando y Ceaucescu en ocasiones. Hay que rebuscar entre la nomenclatura de la infamia en siglos para encontrar a dictadores que hayan dispuesto sobre vida y muerte, suerte o tortura del súbdito, con la misma afabilidad de este hombre miserable y malo, el barbudo del chándal. Pero la pasada semana, una cumbre de líderes muy limpios de democracias impolutas, en la reunión del Consejo Europeo, han decidido «normalizar» sus relaciones con el asesino. ¿Se imaginan a los 27 jefes de Estado y de Gobierno europeos, cuna y faro del respeto a los derechos humanos, proclamando a Robert Mugabe hijo adoptivo de la ciudad de Estrasburgo, sede del parlamento europeo? ¿O al comité del Premio Nobel o de los Premios Príncipe de Asturias proclamando galardonado post mortem a Josef Mengele, el médico de Auschwitz? ¿O un Gobierno de España erigiendo en Bruselas -con nuestro dinero, por supuesto- un monumento a Argala o De Juana Chaos, al guineano Teodoro Obiang, a los criminales de guerra Radovan Karadzic o Ratko Mladic? Lo increíble no es que siga vivo Fidel Castro, pesadilla de todos aquellos que han vivido bajo su poder, lo inexplicable y absolutamente insólito es el febril sueño solidario con el régimen cubano criminal de quienes viven a salvo de sus decisiones y tiranía. Cuba, nos dice la UE, es un país normal, homologable y homologado.
Estoy con el comandante de mi juventud. Está muy enfermo, el compañero Fidel. Mortalmente enfermo. Ha sido siempre, pese a su vitalidad animal, un ser decrépito porque nadie sano puede soportar tanto sufrimiento ajeno y masivo durante cinco décadas cuando está en su mano evitarlo. Pero mantiene el instinto de supervivencia más intacto que la suma de todos nuestros electos, selectos y perfectos líderes democráticos europeos que han decidido que el comandante merece el mismo respeto que ellos. Stalin, Hitler, Pol Pot, Videla en sus tiempos más infames, Franco en su peor fanatismo, Pinochet a veces, Mao Tse Tung algo más, Milosevic de vez en cuando y Ceaucescu en ocasiones. Hay que rebuscar entre la nomenclatura de la infamia en siglos para encontrar a dictadores que hayan dispuesto sobre vida y muerte, suerte o tortura del súbdito, con la misma afabilidad de este hombre miserable y malo, el barbudo del chándal. Pero la pasada semana, una cumbre de líderes muy limpios de democracias impolutas, en la reunión del Consejo Europeo, han decidido «normalizar» sus relaciones con el asesino. ¿Se imaginan a los 27 jefes de Estado y de Gobierno europeos, cuna y faro del respeto a los derechos humanos, proclamando a Robert Mugabe hijo adoptivo de la ciudad de Estrasburgo, sede del parlamento europeo? ¿O al comité del Premio Nobel o de los Premios Príncipe de Asturias proclamando galardonado post mortem a Josef Mengele, el médico de Auschwitz? ¿O un Gobierno de España erigiendo en Bruselas -con nuestro dinero, por supuesto- un monumento a Argala o De Juana Chaos, al guineano Teodoro Obiang, a los criminales de guerra Radovan Karadzic o Ratko Mladic? Lo increíble no es que siga vivo Fidel Castro, pesadilla de todos aquellos que han vivido bajo su poder, lo inexplicable y absolutamente insólito es el febril sueño solidario con el régimen cubano criminal de quienes viven a salvo de sus decisiones y tiranía. Cuba, nos dice la UE, es un país normal, homologable y homologado.
Lo inexcusable y lo profundamente vergonzoso para todo demócrata español es tener la certeza de que ha sido el Gobierno español con nuestros recursos y gracias a nuestra confianza depositada en él, quien ha utilizado todos los medios a su alcance para erigirse en abogado y «lobbista» de Castro. La peor dictadura existente hoy en Iberoamérica y el peor activista en contra de los derechos humanos y la libertad ha conseguido normalizar sus relaciones con la mayor unión de democracias del mundo gracias a la intervención del Gobierno español. Enhorabuena. Por fin un éxito en la política exterior de un gobierno al que no sólo el propio favorecido de esta infamante operación desprecia.
Las sanciones ahora levantadas, sin que ninguna acción de La Habana lo justifique, eran poco más que un recordatorio al régimen castrista de que Europa no podía asumir con indiferencia el aplastamiento de la sociedad civil y los movimientos a favor de los derechos humanos en la isla. Eran poco más que un castigo testimonial que impedía visitas oficiales y daba cierta relevancia en la agenda diplomática a una disidencia machacada por un aparato policial implacable. Estas medidas se aplicaron después de la trágica y negra primavera de 2003 que concluyó con la condena de decenas de disidentes a penas insólitas, muchas de ellas prácticamente de por vida. Dos años más tarde, el nuevo Gobierno español bajo el socialismo filotercermundista de Zapatero ya logró un éxito en su primera ofensiva diplomática abogando por una suspensión cautelar de las sanciones. Ahora, desde hace un año, los sectores castristas del Gobierno de España en Bruselas se han volcado en su labor de convencer a los demás miembros de la UE de que las sanciones suspendidas no tienen efectos. ¿Cómo habrían de tenerlas si quedaron sin efecto en su día? Con este argumento, el de la falta de sentido de unas sanciones nunca aplicadas, España ha logrado cubrirse de gloria en su cerrada defensa de la dictadura castrista y ha logrado que sus socios, muchos aburridos, muchos con reservas morales que por supuesto en Madrid no se tienen, decidieran poner fin a unas sanciones que, al fin y al cabo, Zapatero y su embajada en La Habana ya se habían encargado de que no tuvieran efectos reales.
Pero tiene razón mi comandante. No es, en esta historia de vergüenza, peor el siniestro papel de Zapatero que el de una cancillera Angela Merkel consentidora o un presidente Nicolás Sarkozy indiferente. Son tan dignos de desprecio -dice Castro- los que en abierta complicidad con el régimen represor promueven su impunidad como los que la aceptan por desinterés manifiesto en la suerte y los derechos de los millones de cubanos que siguen viviendo en el hemisferio occidental en una insólita cárcel cuya financiación engrasan las empresas españolas y el turismo tropical, sexual o etílico.
De lo que se trataba era finalmente de presentar al régimen de mi comandante como un Estado «normal» de Iberoamérica con sus «peculiaridades» que incluyen la implacable represión de la disidencia, las represalias contra sus familiares, la falta de libertad de expresión, la tortura, las cárceles secretas, las palizas cotidianas, la intimidación y el terror como forma de vida. La toxicidad ideológica del Gobierno de Zapatero en su primera legislatura ha tenido unas consecuencias dramáticas. No sólo para Cuba por supuesto. También para todos los españoles y especialmente aquellos que viven en zonas sometidas a instituciones con vocación totalitaria que han tenido en el Gobierno de España un colaborador comprensivo. Pero el caso de Cuba ha hecho que nuestro «prestigio» se haya consolidado en toda Europa y más allá.Los países que sufrieron dictaduras comunistas en Europa, los que más se han resistido al desafuero de normalizar relaciones con un país en permanente estado de excepción impuesto por un régimen criminal, saben ya que no pueden esperar probidad democrática de Madrid. El filocastrismo es parte del zapaterismo. Los demás, por intereses de otro tipo, han decidido ceder a las presiones españolas a favor de la dictadura. Todos han logrado por igual ser despreciados a un tiempo por Castro y la disidencia cubana. Es una forma peculiar de crear armonía entre carceleros y encarcelados en la isla. Nadie dude que se suma a este desprecio el de millones de cubanos que aún callan. Y la de los españoles que, comprometidos con la libertad de todos, también de los cubanos, hemos de sufrir la vergüenza ante esta triste gesta del Gobierno de España.
Hermann Tertsch
www.abc.es
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