Parece ser la convicción del vallisoletano travestido en leonés. Todos los españoles somos un puñado -grande, vive Dios- de cretinos que todo nos lo zampamos, con todo comulgamos y, con un poco de ayuda de los tolilis de enfrente, los acabamos votando. Algunos de ustedes me entenderán que confiese que no pude soportar esa entrevista soviética de sumisión perruna que nos ofrecieron hace algunos días. Comprendo que hayan convertido Televisión Española en un medio para financiar a Roures y su chavalería. Pero nadie puede exigirnos a quienes somos mayores de edad que nos reconfortemos con una nueva versión de las necedades de Ceaucescu sobre su milagro económico, con esas filípicas mentirosas que ofenden a todo ciudadano cuerdo. La inanidad culpable en estado puro. Y por supuesto con mucho menos talento y llamémoslo erudición. Decía nuestro inolvidable Paco Eguiagaray que Ceaucescu y el búlgaro Todor Yivkov eran los únicos seres humanos que habían escrito más que leído. Sus obras completas llenaban estanterías de siete metros por tres. Había que tenerlas para no ponerse en peligro. Para no ser sospechoso. Que equivalía a preso potencial. Pero si fueron los mayores escribidores de todos los tiempos, también fueron los menos leídos. Menos aun que Suso del Toro. Por eso sus obras fueron todas, en cuanto hubo algo de libertad en sus respectivos países, directamente a las estufas para ayudar a su gente a pasar el invierno que por allí causa aún más estragos que en la Cataluña del charnego Iznogud de Iznáraz.
Mi querido sátrapa rumano al menos había logrado lo que buscaba. Fue dictador consumado y su vulgaridad y vileza las pudo compensar con la efectividad de la represión. A la larga la mentira no basta y hay que recurrir a la intimidación. Al miedo, esa receta perfecta para los proyectos fracasados del totalitarismo. Hasta su final trágico en el que tuvo el primer y último gesto de humanidad que le conocí, que fue tocarle con amor la rodilla a su mujer Elena cuando les comunicaron que los iban a fusilar de inmediato. Murieron ambos con una dignidad que jamás habían demostrado en vida. Pero volvamos a nuestros mentirosos porque aquéllos ya descansan en paz. Volvamos a nuestros mentirosos vivos e hiperactivos. Algún amigo mío, menos nervioso y cabreado que yo, se durmió ante la vacuidad de vértigo del discurso de nuestro Gran Timonel y las preguntas de nenaza de sus tres interlocutores. Ceaucescu tenía al poeta nacionalcomunista Corneliu Vadim Tudor como bardo del régimen. Era y es un cobarde y como todos los lacayos tan comunista como nazi y todo lo demás si hubiera hecho falta. Habría cantado al fascista Antonescu y la Guardia de Hierro como cantó a la Securitate, a Georgiu Dej, a Ceaucescu y a cientos de miserables. Como algunos dirigieron la televisión para Arias Navarro y tachan hoy a quienes se jugaban su libertad entonces de fascistas. Como todos esos izquierdistas que llevan los correajes falangistas en la cabeza. Como todos esos aprovechateguis que cantan loas a Cuba e insultan a los mártires de la libertad. Treinta años después. Nada nuevo bajo el sol. Un día feliz mío en Bucarest fue cuando le reconocieron unos estudiantes cuyos compañeros habían sido abatidos por las balas del régimen en la Navidad de 1989 y le pidieron explicaciones. Él saltó como un gamo a su edad provecta la verja de un parque y huyó como alma perseguida por el diablo. Pequeños actos, islas de justicia, en este mar de cochambre.
Pero volvamos a nuestros mentirosos vivos. Y mentirosas. Ayer dijo la vicepresidenta De la Vogue que no se ha pagado rescate alguno para la libertad de la turista del ideal catalana, secuestrada en Mauritania, que felizmente ha quedado libre. Mentira, querida vicepresidenta. Otra mentira. Podía haber dicho usted que de esas cosas no hablamos. Cualquier subterfugio. Pero no. Usted, como su jefe, decidió, una vez más, tomarnos a los españoles por gilipollas. Y eso, comprenderá, irrita. Por lo menos a algunos de nosotros. Aunque ustedes no tengan la menor idea al respecto, en este país queda gente con dignidad.
Hermann Tertsch
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